La mayoría de los abogados de empresa se sintieron reivindicados cuando las obras de Constance E. Bagley (2005, 2008) arrojaron luz sobre un tradicional olvido del análisis estratégico del entorno empresarial.  Hasta entonces, la mayoría de los modelos analíticos prestaban poca  atención al ordenamiento jurídico en el seno del cual la empresa se proponía desarrollar sus actividades y sólo someramente  a las circunstancias legales que pudieran afectar al producto o servicio que constituía su objeto económico.   Esto, desde luego rigurosamente cierto respecto de los modelos básicos (por ejemplo, STEEP), también se podía predicar con justicia de instrumentos más sofisticados (Porter, 1980).

En consecuencia, cuando en las reuniones estratégicas, en los consejos de administración, se les concedía la palabra y, a los más afortunados, el tiempo suficiente a los abogados para argumentar en favor de la necesidad de un análisis del entorno legal, rara vez encontraban la intensa receptividad que sólo podía derivarse, al menos para el equipo directivo, del temario y autoridad de las escuelas de negocios.

Bagley acabó con eso, al sostener convincentemente que «la falta de integración del sistema normativo en el desarrollo de la estrategia y de los planes de acción pueden colocar a una empresa en desventaja competitiva y poner en peligro su viabilidad económica», de forma que  la «inteligencia legal» (…) constituye «un valioso recurso de gestión, que puede proporcionar una sustantiva ventaja competitiva» (2008).   Los costes de esta omisión son a menudo más evidentes, y lacerantemente públicos que el otro extremo, es decir,  que los dividendos derivados de la presencia de tal capacidad en el equipo directivo.   Pero la conclusión es idéntica: en modo alguno pueden ser ignorados por la empresa.

De hecho, el normativo es uno de los aspectos más cruciales a ponderar en cualquier análisis estratégico del entorno empresarial.   Comoquiera que la actividad económica es cada vez menos definida por condiciones geográficas,  estacionales  y, en general, materiales, la tendencia hacia la simbolización del entorno empresarial parece imparable.  El desarrollo de estos factores inmateriales queda corroborado por la proliferación normativa de lo que ha devenido,  desde la segunda guerra mundial, una creciente plétora de cuerpos legislativos.

En consecuencia, no es tanto que se deba prestar atención a los factores normativos como un importante componente del entorno empresarial, sino que ha de comprenderse que el entorno en el que una empresa despliega su estrategia es, fundamentalmente, de índole legal. La Ley es el «locus» de la estrategia.

Si esta afirmación parece discutible (y ciertamente lo es), considérese empero bajo la luz de la actual crisis económica.

En este tiempo,  las consideraciones legales se ubican en el  mismo corazón de la estrategia empresarial.  No afectan a un elemento secundario, si bien importante, de las operaciones empresariales (como, digamos, la responsabilidad por productos defectuosos en Alemania o la Propiedad Industrial en China), sino absolutamente central: es la entidad misma la que está en juego, y tanto el marco de las alternativas factibles como la naturaleza de las soluciones que una empresa puede acometer están determinadas por el ordenamiento jurídico.

Un ejemplo:  de acuerdo con la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal, el deudor deberá solicitar la declaración de concurso dentro de los dos meses siguientes a la fecha en que hubiera conocido o debido conocer su estado de insolvencia (artículo 5);  de otra forma, entre otras consecuencias legales, pueden llegar a responder con sus bienes (artículo 172), responsabilidad que, bajo determinados supuestos, puede asegurarse por medio de embargo preventivo en el seno del procedimiento concursal (apartado 3º, artículo 48).   La ratio de la norma es que los administradores sociales no han de observar comportamientos que causen o agraven la insolvencia.

Sin embargo, la claridad de la norma mengua tras su aplicación: algunos juzgados de lo mercantil castigan concursos presentados  «a los solos efectos de evitar las responsabilidad de los administradores», pues, se razona, se deberían negociar acuerdos paraconcursales o proceder, directamente, a la liquidación societaria fuera de los juzgados de lo mercantil, en la línea hoy recogida por el Real-Decreto ley 3/2009, de 27 de marzo de medidas urgentes en materia tributaria, financiera y concursal ante la evolución de la situación económica.  Pero, repárese en esto:  tanto a los administradores como a sus contrapartes financieras en un acuerdo de refinanciación que dote de recursos que, en principio, garanticen la viabilidad a una empresa se les pueden exigir graves responsabilidades si el pacto no resulta, al final, suficiente para impedir una posterior declaración de concurso, incluso por circunstancias sobrevenidas.  Aún más inquietante: si el acuerdo entraña una injerencia o determinación de las decisiones empresariales de tal intensidad que pueda entenderse que se ha producido una gestión vicaria por parte de la entidad financiera, el riesgo de degradación del crédito concedido o de implicación de ésta en la pieza de responsabilidad de la concursada es apreciable.

Por tanto, aparte de los sospechosos habituales en toda recesión (EREs, plan de recorte de gastos, gestión extrema de la liquidez),  la dirección ha de guardarse de las, ahora, acendradas consecuencias legales de sus decisiones.

¿Qué hay del futuro?  Es decir: en puridad, el análisis del entorno empresarial debe alcanzar el futuro previsible y, en su mejor versión, ser capaz de predecir cambios que puedan afectar las opciones estratégicas.

Pues lo mismo: cualquier cambio legislativo puede, en principio, conmover los cimientos de la estructura del negocio. Si The Economist (2.009) tiene razón, cabría esperar que el proteccionismo o nacionalismo económico resucite por todo el mundo a raíz de la recesión, y la verdad es que la propuesta de la cláusula «Buy American» no constituyó precisamente una prueba en contra.   Estos giros del panorama jurídico pueden, quizás deben,  ser previstos por el consejero jurídico.

Otro ejemplo: este despacho,  de ningún modo oráculo, y seguramente otras firmas legales,  fueron capaces de predecir un cambio crucial en la actitud negociadora de las entidades financieras durante el último cuarto del año 2008. Antes del verano, los abogados y sus apremiados clientes eran recibidos por éstas con desconfianza y una sonora negativa a refinanciar la deuda, incluso si ello provocaba el concurso de su deudor.   Nuestra profesión calculó entonces que este planteamiento cambiaría a final de año, de forma que cuando la mayoría de las entidades financieras no sólo se prestaron a discutir el asunto, sino que empezaron a comprar los activos de nuestros clientes, no nos sorprendimos.  Para resumir un largo análisis, era de lógica, una cuestión de medir las alternativas de nuestra contraparte y comprender que, al final, el comportamiento de éstas sería racional.

Estamos convencidos de que en cambio algunas empresas, desechando el consejo de sus abogados,  solicitaron un concurso de acreedores que se habría podido evitar.  Comoquiera que el concurso de acreedores, según los últimos datos de 2009, termina en un 90% de los casos en la liquidación de la entidad, muchas empresas viables habrán desaparecido de esta forma, como diría T.S Eliot, «no con un golpe seco, sino como en un largo plañir«.  Habrán desaparecido  por falta de integración del razonamiento jurídico en su programación estratégica.

Por tanto, con independencia de la importancia que un administrador preste al entorno jurídico y sus cambios, algún tipo de comunicación con el abogado de empresa ha sido y será inevitable.  Doloroso como pueda ser esto para el administrador, lo que se dice sin (excesiva) sorna.

En otras palabras: es inteligente reunirse con el abogado.

Y he aquí un problema cognitivo: administradores y abogados tienen diferentes estilos de pensamiento, pertenecen a culturas diversas y hablan idiomas distintos.  

Como afirma Bagley (2008), «los directivos y los abogados emplean modelos mentales dispares,  que limitan la capacidad de cada uno para sacar provecho de las  áreas de pericia profesional de los otros«.   Esto se debe a una educación disímil y, en consecuencia y al tiempo,  a un perfil cognitivo distinto.

Los abogados son entrenados para concentrarse en la evitación de riesgo.   Después de una educación fundada en la tradición, precedente y autoridad, son arrojados a un mundo donde no hay más que poderosas razones para no incurrir en riesgos innecesarios:  poco puede esperar el abogado que no fue capaz de prever un riesgo potencial para su cliente.   De ahí los largos contratos, las estipulaciones paranoicas, la exhuberancia de cláusulas para cubrir toda posible contingencia.   Tiene sus ventajas: no hay mejor augur de los «eventos improbables» que describen Kahneman & Taleb (2009) que el abogado, pues su mente está preparada para detectarlos  antes que nadie y, entonces, desactivarlos.

En cuanto a los empresarios/directivos, su personal síndrome de «racionalidad acotada» (Kahnemann, 2002) se escora hacia el aprovechamiento de las ventajas y la aceptación de riesgos.  La educación de un director o un empresario está más balanceada entre lo teórico y lo práctico, muy a menudo orientada hacia la resolución de problemas, y hace especial hincapié en la aceptación de la incertidumbre y en el pensamiento estratégico.    La indecisión está altamente penalizada, por buenas razones.  

Su diferente perspectiva cognitiva puede ayudar a explicar un malentendido habitual: los abogados se quejan de que los directivos toleran de mala gana las  reflexiones jurídicas, que soslayan las implicaciones legales de sus elecciones y, a menudo, ignoran abiertamente sus recomendaciones en el nombre de la acción;  los directivos replican que los abogados no entienden el significado de la frase «aprovecha la oportunidad«, que rara vez asimilan la naturaleza dinámica de la empresa y que, si por ellos fuera, las decisiones no se tomarían nunca: la entidad moriría de parálisis analítica.

Hay algo de cierto en ambas afirmaciones.  Pero es precisamente por ello, por su distinto enfoque, por lo que directivos y abogados de empresa deberían colaborar estrechamente. De hecho, algunos de los más famosos (o infames) desastres empresariales de la Historia proceden de esta mutua incomprensión.

Y si existe un momento en que tal colaboración resulta exigida por el bien de la empresa es en estos días de recesión, en los que sólo las incertidumbres están garantizadas.

Así es; por el momento y durante los próximos dos o tres años, la dirección de toda empresa tratará de evaluar las amenazas del entorno.   Bajo presión de todos los ámbitos (recursos humanos, tesorería, ventas), el directivo probablemente tendrá dificultades hasta para evitar que el miedo infecte su curso de pensamiento.  Mientras tanto, como ya se ha explicado, el suelo legal que pisa se torna movedizo, anegado de disquisiciones de temibles consecuencias.

Su empresa sufrirá del mismo mal.  Como expone Teresa Amabile (2002) en un trabajo parafraseado en el título de este artículo, la creatividad colectiva o grupal se resiente bajo presiones continuas y desde todos los ámbitos, mientras, paradójicamente, descollará cuando el equipo esté inmerso en un único gran proyecto.   Es decir: de la creatividad media desarrollada por un grupo dado, es la sucesión de pequeños, pero constantes vencimientos o fechas de entrega la que producirá una desviación negativa, mientras que un solo gran proyecto, aún enormemente estresante, pondrá en marcha las mejores energías creativas de tal equipo.

Las organizaciones humanas, parece, inventan el sendero hasta la supervivencia, y a todos, aparentemente, nos gusta participar en estas iniciativas, no importa cuán exigentes.  Bajo este punto de vista, y es sólo una sugerencia,  parece  buena idea que la dirección de una empresa trate la supervivencia como un proyecto en sí mismo: de hecho, un proyecto del tipo apuesta-tu-empresa de los descritos por Deal and Kennedy (2000), con una duración de dos o tres años.

Porque eso es lo que es:   hiciera lo que hiciera la empresa antes de la recesión, ahora está metida en el negocio de superar una situación excepcional.  Nuevas reglas y paradigmas serán aplicables, muchas de ellas habrán de ser creadas. La empresa ha de comprender cuanto antes su nuevo negocio: sobrevivir.

El administrador, el directivo, debe involucrar a todas las personas en el proceso, sin ahorrar ningún detalle sobre lo comprometido de la situación, y luego confiar en que entre todos generen un mecanismo creativo de los descritos por Amabile.

Pues bien, empresario: para la delimitación creativa de las fronteras y estructuras legales que definirán tal proyecto, por favor, por todo lo arriba argumentado, confíe en su abogado.

Y estimado colega: intentemos compartir y apoyar la necesidad de actuar aquí y ahora.

Ricardo Lagares

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